Cuento: El potro salvaje (Horacio Quiroga)
Horacio Quiroga(1879-1937)
EL POTRO SALVAJE
relatado en video: https://youtu.be/YEfGzY0DMXg
Era un caballo, un joven potro de
corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad, a vivir del espectáculo
de su velocidad.
Ver correr aquel animal
era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el
viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; y se estiraba más aún, y
el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin regla ni
medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No
existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de
su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De
modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes, y esta era la fuerza
de aquel caballo.
A ejemplo de los animales
muy veloces, el joven potro tenía pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal,
sin coraje ni bríos ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto
para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la
ciudad a vivir de sus carreras.
En un principio entregó
gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una
brizna de paja por verlo —ignorantes todos del corredor que había en él. En las
bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad —y
sobre todo los domingos—, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba
de golpe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse por
fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible de
superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos
dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ardiente
corazón.
Las gentes quedaron
atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban
ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.
“No importa —se dijo el
potro, alegremente—. Iré a ver a un empresario de espectáculos y ganaré,
entretanto, lo suficiente para vivir”.
De qué había vivido hasta
entonces en la ciudad, apenas él podía decirlo. De su propia hambre,
seguramente, y de algún desperdicio desechado en el portón de los corralones.
Fue, pues, a ver a un
organizador de fiestas.
—Yo puedo correr ante el
público —dijo el caballo— si me pagan por ello. No sé qué puedo ganar; pero mi
modo de correr ha gustado a algunos hombres.
—Sin duda, sin duda...
—le respondieron—. Siempre hay algún interesado en estas cosas... No es cuestión,
sin embargo, de que se haga ilusiones... Podríamos ofrecerle, con un poco de
sacrificio de nuestra parte...
El potro bajó los ojos
hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: era un montón de paja, un
poco de pasto ardido y seco.
—No podemos más... Y,
asimismo...
El joven animal consideró
el puñado de pasto con que se pagaban sus extraordinarias dotes de velocidad, y
recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera, que cortaba
en zigzag las pistas trilladas.
“No importa —se dijo
alegremente—. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré, entretanto,
sostenerme”.
Y aceptó contento, porque
lo que él quería era correr.
Corrió, pues, ese domingo
y los siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez dándose con
toda el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar,
seguir las rectas decorativas, para halago de los espectadores que no
comprendían su libertad. Comenzaba el trote como siempre con las narices de
fuego y la cola en arco; hacia resonar la tierra en sus arranques, para
lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en un verdadero torbellino de
ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado de pasto seco que
comía contento y descansado después del baño.
A veces, sin embargo,
mientras trituraba su joven dentadura los duros tallos, pensaba en las repletas
bolsas de avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y alfalfa olorosa
que desbordaba de los pesebres.
“No importa —se decía
alegremente—. Puedo darme por contento con este rico pasto”.
Y continuaba corriendo
con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre.
Poco a poco, sin embargo,
los paseantes de los domingos se acostumbraron a su libertad de carrera, y
comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad salvaje,
sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión.
—No corre por las sendas,
como es costumbre —decían—, pero es muy veloz. Tal vez tiene ese arranque
porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas. Y se emplea a fondo.
En efecto, el joven
potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir con su
ardiente velocidad, se empleaba siempre a fondo por un puñado de pasto, como si
esa carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño,
comía contento su ración, la ración basta y mínima del más oscuro de los más
anónimos caballos.
“No importa —se decía
alegremente—. Ya llegará el día en que se diviertan...”
El tiempo pasaba,
entretanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron por la ciudad,
traspasaron sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración de los
hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los
organizadores de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya
de edad madura, que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio
tendérsele en disputa apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena
y maíz —todo en cantidad incalculable—, por el solo espectáculo de una carrera.
Entonces el caballo tuvo
por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz que hubiera
sido en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo que ahora
le introducían gloriosamente en el gaznate.
“En aquel tiempo —se dijo
melancólicamente— un solo puñado de alfalfa como estímulo, cuando mi corazón
saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mi al más feliz de los seres. Ahora
estoy cansado”.
En efecto, estaba
cansado. Su velocidad era, sin duda, la misma de siempre, y el mismo el
espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de
otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes el joven
potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de
exquisito forraje para despertar.
El triunfante caballo
pesaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finalmente con sus
descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por último a sus
exigencias, recién entonces sentía deseos de correr. Corría entonces, como él
solo era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del
forraje ganado.
Cada vez, sin embargo, el
caballo era más difícil de satisfacer, aunque los organizadores hicieran
verdaderos sacrificios para excitar, adular, comprar aquel deseo de correr que
moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a temer por su
prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió entonces,
por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento
y las largas sendas regulares. Nadie lo notó —o por ello fue acaso más aclamado
que nunca—, pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr.
Libertad... No, ya no la
tenía. La había perdido desde el primer instante en que reservó sus fuerzas
para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa ni a
fondo ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre
aquellos zigzag que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo siempre
creciente de agotarse, llegó el momento en que el caballo de carrera aprendió a
correr con estilo, engañando, escarceando cubierto de espumas por las sendas
más trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.
Pero dos hombres, que
contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes palabras.
—Yo lo he visto correr en
su juventud —dijo el primero—; y si uno pudiera llorar por un animal, lo haría
en recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía qué comer.
—No es extraño que lo
haya hecho antes —dijo el segundo—. Juventud y hambre son el más preciado don
que puede conceder la vida a un fuerte corazón.
Joven potro: Tiéndete a
fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si llegas sin
valor a la gloria, y adquieres estilo para trocarlo fraudulentamente por pingüe
forraje, te salvará el haberte dado un día todo entero por un puñado de pasto.
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