Discursos Clásicos: Discurso de la Luna (Papa Juan XXIII)
Queridos hijitos, queridos
hijitos, escucho vuestras voces. La mía es una sola voz, pero resume la voz del
mundo entero. Aquí, de hecho, está representado todo el mundo. Se diría que
incluso la luna se ha apresurado esta noche, observadla en lo alto, para mirar
este espectáculo. Es que hoy clausuramos una gran jornada de paz; sí, de paz:
“Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad”
Es necesario repetir con
frecuencia este deseo. Sobre todo cuando podemos notar que verdaderamente el
rayo y la dulzura del Señor nos unen y nos toman, decimos: He aquí un saboreo
previo de lo que debiera ser la vida de siempre, la de todos los siglos, y la
vida que nos espera para la eternidad.
Si preguntase, si pudiera pedir ahora a cada uno: ¿de dónde venís vosotros? Los
hijos de Roma, que están aquí especialmente representados, responderían: “¡Ah!
Nosotros somos vuestros hijos más cercanos; vos sois nuestro obispo, el obispo
de Roma”.
Y bien, hijos míos de Roma; vosotros sabéis que representáis verdaderamente la
Roma capital del mundo, así como está llamada a ser por designio de la
Providencia: para la difusión de la verdad y de la paz cristiana.
En estas palabras está la
respuesta a vuestro homenaje. Mi persona no cuenta nada; es un hermano que os
habla, un hermano que se ha convertido en padre por voluntad de nuestro Señor.
Pero todo junto, paternidad y fraternidad, es gracia de Dios. ¡Todo,
todo! Continuemos, por tanto, queriéndonos bien, queriéndonos bien
así: y, en el encuentro, prosigamos tomando aquello que nos une, dejando
aparte, si lo hay, lo que pudiera ponernos en dificultad.
Somos hermanos. La luz
brilla sobre nosotros, que está en nuestros corazones y en nuestras
conciencias, es luz de Cristo, que quiere dominar verdaderamente con su gracia,
todas las almas. Esta mañana hemos gozado de una visión que ni siquiera
la Basílica de San Pedro, en sus cuatro siglos de historia, había contemplado
nunca.
Pertenecemos, pues, a una
época en la que somos sensibles a las voces de lo alto; y por tanto deseamos
ser fieles y permanecer en la dirección que Cristo bendito nos ha dejado. Ahora
os doy la bendición. Junto a mí deseo invitar a la Virgen santa, Inmaculada, de
la que celebramos hoy la excelsa prerrogativa.
He escuchado que alguno de
vosotros ha recordado Éfeso y las antorchas encendidas alrededor de la basílica
de aquella ciudad, con ocasión del tercer Concilio ecuménico, en el año 431. Yo
he visto, hace algunos años, con mis ojos, las memorias de aquella ciudad, que
recuerdan la proclamación del dogma de la divina maternidad de María.
Pues bien, invocándola,
elevando todos juntos las miradas hacia Jesús, su hijo, recordando cuanto hay
en vosotros y en vuestras familias, de gozo, de paz y también, un poco, de
tribulación y de tristeza, acoged con buen ánimo esta bendición del padre. En
este momento, el espectáculo que se me ofrece es tal que quedará mucho tiempo
en mi ánimo, como permanecerá en el vuestro.
Honremos la impresión de
una hora tan preciosa. Sean siempre nuestros sentimientos como ahora los
expresamos ante el cielo y en presencia de la tierra: fe, esperanza, caridad,
amor de Dios, amor de los hermanos; y después, todos juntos, sostenidos por la
paz del Señor, ¡adelante en las obras de bien!
Regresando a casa,
encontraréis a los niños; hacedles una caricia y decidles: ésta es la caricia
del papa. Tal vez encontréis alguna lágrima que enjugar. Tened una palabra de
aliento para quien sufre. Sepan los afligidos que el papa está con sus hijos,
especialmente en la hora de la tristeza y de la amargura. En fin, recordemos
todos, especialmente, el vínculo de la caridad y, cantando, o suspirando, o
llorando, pero siempre llenos de confianza en Cristo que nos ayuda y nos
escucha, procedamos serenos y confiados por nuestro camino.
A la bendición añado el
deseo de una buena noche, recomendándoos que no os detengáis en un arranque
sólo de buenos propósitos. Hoy, bien puede decirse, iniciamos un año, que será
portador de gracias insignes; el Concilio ha comenzado y no sabemos cuándo
terminará. Si no hubiese de concluirse antes de Navidad ya que, tal vez, no
consigamos, para aquella fecha, decir todo, tratar los diversos temas, será
necesario otro encuentro.
Pues bien, el encontrarnos
reunidos en comunidad debe siempre alegrar nuestras almas, nuestras familias,
Roma y el mundo entero. Y, por tanto, bienvenidos estos días: los esperamos con
gran alegría.
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